Por: Félix Guillermo Torres Ramírez; Correo: felixguillermo13@yahoo.com
El término rebusque, según la socióloga Pilar Mendoza, hace parte del argot popular de los colombianos, significando la adopción de formas de vida que implican la lucha por la sobrevivencia mediante múltiples mecanismos de acción a condición de superar enormes dificultades. Aparece así como el esfuerzo de miles y miles de personas sin empleo por abrirse camino en las calles de Bogotá y otras ciudades valiéndose del ingenio y la creatividad presentes en diversas formas de negociar toda suerte de productos, así como de intercambiar y autogestionar recursos.
Estas personas deambulan por las calles en busca de reconocimiento de sus derechos como seres desposeídos que, siendo “libres”, han tenido que arreglárselas por sí mismos, obteniendo su independencia no por un pasado político en donde se proclamara la libertad y la democracia, sino por un presente apremiante que les ha obligado a tomar las cosas por la mano, bajo la ley del “sálvese quien pueda”, por lo común sin derecho a la seguridad social –véase el caso reciente de Rosa Elvira Cely– y perseguidos por las autoridades
La fragmentación social, la movilidad y el individualismo vinieron a convertirse así en las características propias de la nueva vida urbana, que hace de esas dinámicas, propias de la vida económica de la época, parte de la construcción del “individuo independiente”.
Encontramos así una democracia a la que se llega por defecto: un “individualismo negativo” que, a falta de regulación institucional y de sentimiento de pertenencia a una colectividad, produce individuos autónomos que, en su vulnerabilidad, se apoyan en la propiedad privada y el derecho al trabajo como mecanismo de seguridad existencial, poniendo al descubierto el curso actual de las sociedades modernas que, en su carrera individualista, se han convertido en sociedades de alto riesgo, con individuos vulnerables y si cohesión social.
Por ello, en términos generales, los rebuscadores se muestran escépticos frente al mundo político, conservando su independencia y su espíritu de lucha, con fundamento en conceptos morales de dignidad y capacidad de sobrevivir a la adversidad. Su lema, el derecho a un trabajo digno, se ve en nuestro país cada día más lejos de concretarse, si tenemos en cuenta que ahora los TLC acabarán de arruinar la producción industrial y agraria y miles de empleados se verán lanzados a la calle. De ahí que cualquier empleado, trabajador o microempresario, puede verse mañana avocado a recurrir a estos mismos mecanismos de supervivencia.
Ahora bien: mirando la historia económica en retrospectiva, encontramos que los rebusques fueron pequeños “ilegalismos” aceptados por las burguesías capitalistas solo hasta cuando comenzaron a tocar lo que ellas empezaban a considerar sus “derechos de propiedad”, siendo precisamente allí donde comenzó a insertarse en el debate la discusión sobre el uso del suelo. Así, con el paso a la agricultura intensiva en el campo y a la necesidad de la utilización del espacio público en las ciudades, comenzaron a aparecer presiones cada vez mayores sobre los derechos de uso del suelo y sobre las tolerancias con las pequeñas ilegalidades hasta entonces admitidas que, a partir de ese momento, empezaron a ser perseguidas por los nuevos propietarios, que ahora las consideraron infracciones puras y simples.
Fue en ese momento cuando se hizo necesario “controlar” e incluir en el código todas esas “prácticas ilícitas”. Era preciso que esas ahora infracciones fueran bien definidas y seguramente castigadas y que, ante la gran masa de irregularidades hasta ese momento toleradas, aparecieran las sanciones que, con resonancia extrema, determinaran las infracciones “intolerables” y sometieran a sus autores a castigos ejemplares.
Aquí se dividieron las ilegalidades en ilegalidad de los bienes e ilegalidad de los derechos, separación que comenzó a dejar entrever una clara oposición de clases. La ilegalidad de los bienes que se hacía manifiesta en la transferencia violenta de la propiedad: hurto, robo, etc., era el tipo de conducta que se achacaban a las clases populares. La ilegalidad de los derechos que se manifestaba en los fraudes, las evasiones fiscales, las operaciones comerciales irregulares, que la burguesía reservó para sí, para asegurarse el control de todo el inmenso sector de la circulación económica, estableciendo mecanismos que le han permitido todo un sutil juego interpretativo que, desarrollado en los márgenes de la legislación, le ha permitido eludir sus responsabilidades mediante leyes y reglamentos elaborados por ellos mismos para su propio beneficio, elaboración que de contera prevé silencios y tolerancias acordes con los asuntos de su propio interés, como acaba de ocurrir con el reciente trámite de la reforma a la justicia.
Así, el castigo se dispone entonces conforme a la especialización de los circuitos judiciales. Para el ilegalismo de los bienes: tribunales ordinarios y castigos. Para el de los derechos: jurisdicciones especiales permisivas que incluyen transacciones, componendas, multas atenuadas, etc.; es decir, toda un fecunda esfera manejada bajo los criterios y el propio beneficio de las élites en el poder.
Y si hablamos aquí de una justicia aplicada con criterio de clase, no es solamente porque la ley sirva a los intereses de una clase, sino también porque toda la gestión diferencial de las conductas tipificadas como ilegales, y la mediación de las penalidades, forman parte de los mecanismos de dominación, Además porque la visión de los ilegalismos populares con el paso de los siglos ha articulado en el horizonte político general con las luchas sociales. Es así cómo, a principios del siglo XIX, se presentó un cierto ilegalismo político y social, no muy masivo, que permitió evidenciar la desconfianza que la burguesía sentía por la plebe a la que veía a la vez como criminal y sediciosa, creando el mito de que era una clase social bárbara, inmoral y fuera de la ley. Visión que se hizo evidente en toda una serie de afirmaciones, como aquella de que el crimen no era un impulso que el interés o las pasiones hubiesen inscrito en el corazón de todos los hombres, sino obra casi exclusiva de determinada clase social; o aquella de que los criminales, en otro tiempo dispersos en todas las clases sociales, salían ahora, casi todos, de las últimas filas del orden social.
La penalidad y el castigo vinieron a convertirse así en formas de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar ciertos campos de libertad a algunos haciendo presión sobre otros; de excluir a una parte de la sociedad para beneficio de la otra; de neutralizar a estos y sacar provecho de aquellos. En suma, la penalidad no “reprime” pura y simplemente los ilegalismos, sino que los diferencia, asegurando el propio interés de las élites, interpretado ahora como el interés general de la colectividad; y es así como son tratados aquellos que se ven obligados al rebusque.
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