martes, 23 de agosto de 2011

Por qué no demoler el Coliseo Cubierto El Campín


Por Gustavo Alberto Rodríguez Alvis, publicado en la edición Número 3 de la franja amarilla


El conjunto deportivo conocido como El Campín comenzó su accidentada existencia en 1936. La ciudad empezaba a romper el cascarón en el que se había mantenido durante los dos siglos anteriores, y la fértil sabana se abría como un vasto campo de especulación para los urbanizadores. 

Fue entonces cuando don Luis Camacho Matiz, heredero de la hacienda El Campín, al occidente del ya desarrollado caserío de Chapinero, ofreció a las autoridades municipales, presididas por el alcalde Jorge Eliécer Gaitán, una extensión de terreno para la construcción del estadio municipal.

Se vivía entonces el por así decirlo delirio de la modernidad, impuesto por las innovaciones técnicas que de alguna manera eran más cercanas a la población, como también a la ciudad, que se aprestaba a celebrar el cuarto centenario de su fundación.  

Al mismo tiempo, sobre parte de la hacienda El Salitre, donada por don José Joaquín Vargas a la Junta de Beneficencia de Cundinamarca y a la Nación, y por directiva del presidente López Pumarejo, se iniciaron en 1935 las obras de la Ciudad Universitaria, cuyo proyecto original contemplaba dos estadios, uno para la universidad y el segundo para el municipio. El proyecto se oponía a la voluntad del alcalde Gaitán, quien decididamente se inclinó por los terrenos donados por el señor Camacho, donde podrían además localizarse otros escenarios, como en efecto se hizo, para edificar en sus proximidades una urbanización moderna destinada a los empleados del municipio. El estadio se abrió al público dentro del marco de las conmemoraciones del cuarto centenario.

En la parte norte de los terrenos, ya en poder del municipio y provisionalmente utilizados como vivero municipal, las autoridades se comprometieron a construir otros escenarios deportivos, lo que con el tiempo se fue perfilando bajo la figura de un “coliseo cubierto” y otro de tenis; el primero donde pudieran celebrarse eventos entonces tan frecuentes como las revistas de gimnasia, los partidos de básquet y voleibol y los muy populares encuentros de lucha y de boxeo. 

La obra se puso en marcha en 1971 y se concluyó al cabo de un año. Desde un comienzo fue objeto de críticas. Se señalaba como muy costosa e inoficiosa; que no poseía instalaciones complementarias; que no existía un organismo que la administrara y que su equipo de sonido era deficiente, y además, que su diseño la hacía inutilizable desde el ángulo de la acústica.
Parte de lo anterior podía ser cierto, mas lo que no puede rebatirse es el hecho de que por su diseño, localización y hasta por la figura en la que fue donado el predio, no podía ser explotado por terceros.

El coliseo quedó muy pronto relegado y entregado de manera progresiva y con laxitud a congregaciones religiosas, como análogamente las áreas externas para circos y exhibiciones.
Cuando hacia 1990 comenzaron a imperar sin cortapisas los intereses del gran capital, los bienes públicos quedaron a su disposición. Así, reservas hídricas, mineras y forestales pasaron a ser materia de forcejeo entre las trasnacionales dominantes. Con las ciudades, en sí materia de especulación, el hecho se acentuó, pasando a ser simples objetos de políticas de expansión económica, como fórmula para incrementar las utilidades del gran capital.

A partir de estas políticas, se han trazado áreas y regiones nuevas cuyo propósito será dinamizar una serie de actividades alentadas desde los grandes centros del capital, sin mayores estudios que las justifiquen, bajo consignas como las de la “productividad”, “eficiencia” y “competitividad”. 

Dentro de este mismo marco, pero a partir de la amenaza de desastres naturales, desde 1984 se han expedido normas sismorresistentes que buscan reforzar las edificaciones e incrementar el uso de materiales que, como el acero, el cemento y los triturados, están ahora en poder de grandes trasnacionales. 

La aplicación de estas normas implicaría reconstruir prácticamente todas las edificaciones existentes, lo que siendo de imposible aplicación para las de propiedad particular, se ha convertido dentro del sector público en fuente para el lanzamiento de “iniciativas” y licitaciones tendientes a demoler todas aquellas obras que no cumplan, y ninguna lo puede hacer, los nuevos y exigentes parámetros. Así, dentro de este reciclaje de problemas, obras tan costosas como el Transmilenio o la ampliación de Eldorado son piezas de un filón por explotar. 

La iniciativa lanzada desde el Concejo de demoler el Coliseo el Campín, por cuanto reforzarlo resulta más costoso, no es insólita. Para los ojos ávidos de los administradores –explotadores– de los organismos estatales, no cumple función visible, ni es productivo, ni competitivo, ni puede enajenarse, ni cumple con las normas sismorresistentes, motivos suficientes por los cuales se ha hecho la “insinuación” de demolerlo, para de paso anular las limitaciones de los órdenes jurídico y administrativo que impiden su libre explotación por particulares. El procedimiento se acompaña de un formulario “socializado” hecho con engaño a la comunidad y en forma tan habilidosa que es imposible responder no.

La alegre –para sus gestores– iniciativa de demoler el coliseo para edificar allí un cluster destinado a espectáculos o algo similar ronda el orden de los cincuenta mil millones de pesos, como mínimo, con los que verdaderamente pudieran generarse medios de producción –no insistamos en obras físicas– para el beneficio común, que hagan al menos de algún modo viable una urbe de las dimensiones de Bogotá en un lugar tan poco estratégico dentro del tan confuso pero muy claro orden actual. 

Muchos han sido los activos productivos que el Distrito Capital, la Nación y aun las empresas privadas nacionales han perdido por vía de la enajenación, más que nunca corrupta, pregonada por el neoliberalismo para beneficiar a terceros como el BBVA, Telefónica, el señor Slim y SAB Miller. Así como alguien lo expresó recientemente en frente de tantos despropósitos; “Es hora de poner marcha atrás a este reloj”, el del neoliberalismo, claro está.

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