miércoles, 10 de agosto de 2011

Democracia representativa versus democracia participativa

Félix Guillermo Torres Ramírez, Barrio La Soledad. Correo electrónico: felixguillermo13@ yahoo.com. Artículo publicado en el periódico franja amarilla de Teusaquillo No 2 de junio de 2011.

En el artículo “La participación ciudadana en el ámbito local”, que apareciera en número anterior de este periódico se expone, en líneas generales, el conflicto básico que surge al plantearse el tema de la participación entre dos posiciones antagónicas: la democracia representativa y la democracia participativa; pues, como allí se plantea, para la concepción liberal de la democracia (que se expresa en la democracia representativa), la participación del ciudadano común solo ha de ir hasta la elección de aquellos que lo han de representar; mientras que para las nuevas concepciones sobre la democracia, entre las que se encuentran el Polo Democrático Alternativo, el ciudadano debe hacer parte integral del proceso deliberativo (presente en la democracia participativa). Este debate, que en la práctica no es de poca monta, ha de manejarse con gran paciencia y sólida argumentación.

La primera discusión que debe ponerse sobre la mesa es, en consecuencia, si es válido que los elegidos excluyan a los ciudadanos, que les dieron su voto, de sus discusiones trascendentales; o si, por el contrario, deben articularlos activamente en ellas; hecho que presupone el reconocimiento y apoyo por parte de las diferentes instancias gubernamentales de los procedimientos participativos.

De lo que aquí se trata entonces es de asociar, en función del fortalecimiento de la democracia local, formas culturales nuevas que, ligadas a una nueva institucionalidad política, pongan en la agenda democrática la inclusión social y la pluralidad cultural. Pero para ello se hace necesario, también, poner en funcionamiento dos nuevas consideraciones básicas: que en la originalidad de concebir nuevas formas de experimentación institucional se encuentra un potencial de desarrollo de las sociedades contemporáneas; y que para poder desarrollar estas potencialidades deben concertarse nuevas formas de participación social que permitan negociar otras reglas de comportamiento, cuya grandeza habrá de residir en la “creatividad”.

Muchos piensan la democracia como autoevidente, que sus desarrollos se han construido en sí mismos, y que debe consultar con la tradición. Contrario a ello pensamos que es la resultante de un profundo análisis de las búsquedas libertarias de las sociedades, con sus diferencias sociales, en procesos históricos de construcción cultural; que sus desarrollos se han dado por la intervención consciente de sus integrantes; y que, para avanzar han debido romper con el molde de las tradiciones. Pensar la democracia de esta forma implica, entonces, reconocerla como posibilidad de ruptura positiva en la trayectoria de una sociedad, permitiendo que sea abordada conforme a los aportes socio-culturales de quienes la constituyen.

Los procedimientos democráticos participativos tienen que ser, en consecuencia, formas de ejercicio político del poder colectivo cuyas bases se sustenten en procesos libres de presentación de razones entre iguales. En este contexto, participar significa poder incidir directamente en las decisiones, ejercer control sobre las mismas presentando propuestas, discutiendo las propias y las ajenas y, para empezar, definiendo sobre los criterios de aplicación de los presupuestos públicos en los contextos locales.

Vulnerabilidades y ambigüedades de la participación

Si tenemos claro que, históricamente la concepción hegemónica de las elites ha considerado la gramática de la inclusión social como exceso de demandas; es dable entender que, desde el momento mismo en que fue planteado el problema de la extensión de la democracia, los procesos de su intensificación hayan sido contestados mediante la utilización de dos métodos: fuertemente, mediante combates frontales; o, con gran sutileza, buscando su descaracterización, por las vías de la cooptación o la integración.

Precisamente en esta segunda forma de acción es donde reside la mayor vulnerabilidad de la participación pues, por procesos de control social organizados desde arriba, ésta es susceptible de ser transformada en beneficio de los intereses y actores hegemónicos que buscan su prevalencia, en detrimento de aquellos actores sociales cuyo capital, político u organizacional, no haya logrado desarrollarse suficientemente. Así, mediante operaciones de “marketing social”, el activismo no calificado de estos últimos puede ser cooptado para ser aprovechado a favor de sus contrarios. Fue así como las aspiraciones revolucionarias de participación democrática del siglo XIX, se vieron reducidas, en el transcurso del siglo XX, a formas democráticas de baja intensidad, donde los objetivos de inclusión social y reconocimiento de las diferencias fueron pervertidos hasta haber logrado, en gran número de casos, convertirlos en sus contrarios.

De esos peligros, que podríamos llamar de perversión o descaracterización, no están inmunes las prácticas de la democracia participativa. Pues, también ellas, aunque buscan ampliar el canon político, y con ello ampliar el espacio público y los debates y demandas sociales que lo constituyen, pueden ser cooptadas por los intereses y actores hegemónicos, que buscan legitimar la exclusión social y la represión de la diferencia.

Las anteriores perversiones pueden ocurrir por vías tales como la burocratización de la participación, la introducción del clientelismo bajo nuevas formas, la instrumentalización partidista, la exclusión de los intereses subordinados, a través del silenciamiento, o por medio de la manipulación de las instituciones participativas. Peligros que sólo pueden ser evitados mediante un sistemático y constante procesos de aprendizaje y reflexión que, en el proceso de contrarrestarlos, permita desarrollar habilidades y estrategias para avanzar en la consecución de mayores profundizaciones democráticas. El dominio de la democracia participativa implica, en consecuencia, que ésta sea considerada como un principio sin fin, donde las tareas de democratización se vayan consolidando en procesos de desarrollo cada vez más exigentes.

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