Por María Himelda Ramírez, publicado en la edición número 3 de la franja amarilla.
La Franja Amarilla organizó en julio un ciclo de cine clásico en el que presentaron las siguientes películas: Roma, ciudad abierta; La vida de los otros y Los cuatrocientos golpes. El ciclo se reinicia después de elecciones y quedan los lectores cordialmente invitados.
Esta producción, que inaugura el neorrealismo italiano, surgida de las cenizas de la devastación producida por la invasión del ejército nazi sobre Italia y en particular sobre Roma, su emblemática capital,, es un homenaje al compromiso de un líder espiritual, representa una mirada desde la resistencia a la ocupación y un desafío a las adversas condiciones para la creación artística. Como todo texto, es una oportunidad para interpretarlo en su polisemia: el heroísmo es el material por excelencia que construye a los protagonistas en contextos de destrucción, hambre y pobreza; es una exaltación a la solidaridad ante el dolor y el sufrimiento. Son múltiples los méritos de esta película.
Como producto de un escenario de prevalencia de las concepciones teístas y de una cultura androcéntrica, se advierte la problemática recreación de estereotipos femeninos, que reeditan las imágenes tradicionales de las mujeres y la guerra:
Pina, representada por Ana Magnani de manera magistral, es una figura multifacética: lidereza, amante, madre. Representa a la madre viuda, en cuyas búsquedas transita entre “el asalto al granero”, en este caso a una panadería de barrio para nutrir a la familia, y a las demás familias necesitadas del vecindario… hasta la entrega de su vida por el amor a Francesco, pasando por sus reacciones defensivas airadas, ante los asedios de los uniformados oportunistas. Estas imágenes rompen con los estereotipos de pasividad femenina y albergan una promesa incumplida, ya que Pina, además, pronuncia el discurso del “amo” al confesarse la noche anterior a su boda: se declara creyente y aspira a casarse para enmendar una falta. Esto es, se sitúa en las contradicciones del impulso amoroso y las imposiciones de la cultura. Ama a Francesco en libertad y declara que no merece su amor. Aspira a casarse con él para ofrecerle un padre a su hijo huérfano y al que está por nacer.
Marina, la amante del protagonista, el ingeniero Giorgio Manfredi, es situada a su extremo, es la infractora por excelencia de todos los órdenes: se trata de una mujer calculadora que elude el matrimonio, que comercia con su cuerpo para alcanzar el confort que no logra por sí misma. Está dispuesta a trasgredir la heterosexualidad normativa. Es adicta y ante todo, encarna la traición, reeditándose así el viejo estereotipo de ser una mujer la responsable de la pérdida del Paraíso.
Ingrid, la agente nazi del lado de la ocupación, representa de manera bastante esquemática, cual valkiria, la violencia, la crueldad. Es inescrupulosa y pragmática. El gesto de recuperar la lujosa prenda que cubría el cuerpo inerme de Marina, a quien minutos antes le expresaba su amor, sintetiza el estereotipo de la actitud fría y calculadora convertida en maldad.
¿Podría esperarse algo diferente de Rossellini en una producción de hace apenas algo más de sesenta años? Tal vez no, pero, ¿por qué la perseverancia de tales estereotipos aún en las producciones del siglo XXI?
Las fugaces apariciones de la niña, ya con responsabilidades maternas en los cuadros, que es presentada al cuidado de su hermanito, en un diálogo con Marcelino, el joven representante de los niños en la guerra, reclama su lugar como heroína. ¿Es el anuncio de una nueva era para las mujeres?
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